1) No insistiré en lo de las Oficinas, pero te observo lo siguiente: cuando dices «se debe a una discriminación positiva, pactada», puede entenderse que la legitimidad de tal discriminación la proporciona el pacto, o sea, para este caso, no exactamente eso sino la ley de la mayoría. En democracia, la ley de la mayoría sólo es procedimental, es decir, necesaria pero no suficiente; la legitimidad se funda en principios normativos de justicia distributiva, y se dirime en la instancia deliberativa, que no es, propiamente, ni la de las mayorías, ni la de los pactos. Y está muy lejos de estar clara la existencia del deber moral de recuperación lingüística. (Inciso: sería conveniente deshacer el interesado malentendido, en la actualidad extendido hasta la náusea y propiciado principalmente por los nacionalismos vasco y catalán, aunque no exclusivamente, que ha prestigiado como el sumum de la virtud democrática «la negociación», «el pacto». El malentendido consiste en indiferenciarlos de la deliberación, o en pretender otorgarles su mismo estatuto. Pero no son lo mismo, pues lo que hay que recordar es que un pacto o negociación no es más que el acuerdo sobre el reparto ordenado de los intereses de las partes en función de las fuerzas de cada una cuando éstas se reparten desigualmente según los asuntos, y mediado ello sólo por las posibles ventajas que el débil pueda obtener sobre el fuerte en premio a su astucia o el engaño, como sabe cualquier buen negociador. Pero lo propio de la negociación sigue siendo la ley del más fuerte, pues nadie cede en lo que lo perjudica si no se invocan principios morales. En el «si tú me das esto, yo te doy esto otro» manda la fuerza y, secundariamente, la astucia o el engaño, pero no los principios. Por no hablar de la opacidad y el secretismo indisolublemente asociados a la noción misma de negociación, tan ajenas a los procedimientos democráticos. Que en política haya asuntos cuya resolución práctica aconsejen la negociación, no puede significar que «todo debe negociarse»; negarse a negociar puede ser un deber democrático. Y ya que estoy: el manoseado asunto de las balanzas fiscales es, desde luego, muy complejo, pero nuestro Tripartito sólo ha contribuido a falsearlo y enmarañarlo. Es imperdonable que quienes se dicen de izquierda hayan empezado halagando los más bajos instintos de la gente diciéndole «nos roban». Y eso, además, es falso, pues Cataluña no es un sujeto impositivo, y los catalanes no pagan en tanto que catalanes, sino según su renta. Es falsear la realidad, por tanto, presentar el asunto como si se tratase de una relación entre comunidades: «tú inviertes tanto, yo te doy tanto, y ahora negociemos con cuánto estoy yo dispuesto a ayudar a los pobres». Pues no es de solidaridad interterritorial de lo que se trata, sino de redistribución de la riqueza a través de los impuestos, que es un asunto de justicia, y que, desde luego, no es voluntario. Semejante engaño sí sirve a la estrategia nacionalista, campeones en la práctica de presentar la realidad como no es por ver si acaba siendo como la presentan, pero no se entiende qué hace en boca de socialistas.)
2) LA CONSTITUCIÓN, EL ESTATUTO Y EL ESTADO NACIÓN. Muy brevemente, y puesto que los has mencionado reiteradamente en tus entregas. La concepción ilustrada del Estado Nación, nacido tras el fin del Antiguo Régimen, no es nacionalista per se a pesar de ese término. Es decir, un Estado no es nacionalista por ser Estado. Una de las ofensivas más necias y peligrosas del último cuarto de siglo es la incorporación de los nacionalistas a los viejos propósitos liberales –actualmente recrecidos– de debilitar el Estado. Sin el Estado no existe el imperio de una ley igual para todos, ni los derechos individuales, ni la soberanía popular, o el monopolio de la violencia legítima, pues nacieron con él, y es la condición de posibilidad de todas las conquistas progresistas. Sinceramente, no sé que se denuesta cuando se denuesta el Estado, pues su desaparición es o el retorno al feudalismo o al estado de naturaleza, de la guerra de todos contra todos. (El alegre muchachote que anda aquí en Gràcia pintarrajeando las paredes contra el Estado español, no repara, primero, en que eso puede hacerlo sólo porque ese Estado existe, y, luego, que si su deseo se cumpliera, volvería a ser un siervo de la gleba.) Lo grotesco del asunto, además, es que el secesionista que denuesta el Estado calla que, una vez segregado, lo que hará será constituir otro Estado, eso sí, ahora mandando él. Ese «Estado plurinacional» también es un Estado, Martínez. La trampa que encierra la secuencia lógica que dice que España es un Estado plurinacional (o que Cataluña no es España), y que, por tanto, lo que hay es una anomalía y el modelo administrativo debe ajustarse a la realidad, estriba en la negación de la realidad. España es, de hecho (de facto) y de derecho (de iure), el Estado de las Autonomías. Eso, desde luego, es modificable, pero para ello es necesario que quien así lo quiere diga quiénes son los que eso quieren y por qué. Pero, claro, no cabe que diga que lo quiere porque así es España, porque así no es. Justamente esas razones son las que quiere ahorrarse con tal sofisma. Es decir, debe aportar razones, y esas razones sólo pueden ser que lo que propone es más justo que lo que hay, y referirse al bien común de los ciudadanos. Y entre ellas, desde luego, no se incluye contentar las atribuladas almas de los nacionalistas, a ver si, por fin, se encuentran «cómodos», es decir, resolver un conflicto que ellos han creado dándoles lo que piden. El principio absoluto de que el poder próximo al ciudadano lo favorece es falso. La proximidad, por el contrario, muchas veces facilita la relajación de los controles democráticos, como está sobradamente demostrado. ¿Por qué será más justa la justicia que recibirá un leridano cuando la última instancia jurisdiccional sea el TSJC, que está en Barcelona, y no el Supremo, que está en Madrid? Si no se dan razones para reclamar eso, y no se dan, lo único que se está pidiendo es el control de nombrar a los jueces, y eso, a mí, me atemoriza. Reclamar el poder, sin más, no es democrático. Pues eso es lo que ocurre tanto con la Constitución como con el Estatuto. Una Constitución, lo siento, Guillem, no «es un compendio de opciones», sino la ley básica que define el modelo de Estado y recoge los derechos fundamentales de los ciudadanos. Por supuesto que se puede reformar y, si no ampara suficientemente los derechos, abolirla. Lo que se dice es que, más allá de la reforma del Senado (y ya que están con lo de la primogenitura de la Corona, aprovechemos y abolámosla), no se ve por qué habríamos de estar continuamente poniéndola en cuestión. La obsesión, lo siento, no es por no cambiarla, sino la contraria, aunque nunca se sabe exactamente por qué; o sí, pues favorece la estrategia nacionalista de poner permanentemente en cuestión el Estado. Y otro tanto con el Estatuto; lo que dice el Manifiesto es que los únicos motivos hasta ahora aducidos para su reforma son identitarios. Para las elecciones del 2000, no estaba en el programa de ninguno de los partidos. Fue CiU, que, ante el temor a perderlas, echó a rodar la pelotita al grito de «¡maricón el último!».
3) Bueno, no tan breve. Excuso el rollo, pero no prometo enmendarme. Gracias, Guillem, tanto por el ofrecimiento como por tu hospitalidad. Agur.
Carlos Feliu
jueves, julio 14, 2005
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1 comentario:
Guille:
No entiendo muy bien eso de la discriminación positiva. Es un término totalmente CT (que tanto denuestas), como derrota dulce, asesinato misericordioso...Finalmente queda en : discriminación, derrota y asesinato.
En cuanto a la discriminación en cataluña lo cierto es que hay personas que se sienten así y se ven relegadas por el hecho de no aceptar lo que allí se ha implantado como políticamente correcto. Puede que a veces sea algo difuso este mobing político, pero la falta de claridad es lo que puede hacerlo más insidioso
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